A Beatriz Goyoaga la conocí un mediodía de abril de 2001, en la última planta del Hotel Emperador de Buenos Aires. El otoño porteño comenzaba a gestar sus primeros días frescos después de un verano abrumador. Yo iba de punta en negro, con un largo sobretodo taciturno, a entrevistar a Sri Sri Ravi Shankar para el diario La Nación. Bea, que me dió la bienvenida con una gran sonrisa seductora, estaba a cargo de la prensa. La recuerdo ese día del mismo modo que la volvería a ver desde entonces en innumerables oportunidades, circunstancias y lugares. Siempre, indefectiblemente, con ropas claras, elegantes y agraciadas; a tono con el pelo, las uñas y el maquillaje bien cuidados, pero lejos de caer en lo ostentoso o absurdamente sofisticado. La misma imagen volvería a repetirse en los años venideros en embajadas y casas de gobierno; en un ómnibus atiborrado de tierra, gente y pestilencia por algún camino de la India; en reuniones con políticos, deportistas y celebridades; en la ferocidad de una cárcel; en un comedor con cientos de chicos de la calle, varios de ellos con no pocos asesinatos y violaciones en su haber; en un doloroso atardecer en Suiza; en el silencio del Perito Moreno; en uno de los tantísimos cursos de El Arte de Vivir; en un camino de ripio manejando entre risas a Uruguay; en la cocina de su casa preparando comida para quienes fuera necesario…
Siempre, indefectiblemente, de punta en blanco y la cabeza erguida, aunque la circunstancia le exigiese arremangarse, cargar sillas, masticar el polvo y lágrimas, o esperar de pie bajo un sol desesperantemente ardiente. En 43 años de vida intensa he conocido a muy pocas mujeres que la emparden. El destino quiso que fuésemos vecinos en la calle El Salvador, cuando Palermo Viejo era un simple barrio acogedor de alma porteña y todavía no tenía un ápice de Hollywood. Todos los miércoles me recorría la media cuadra que nos separaba, con guitarra y amplificador al hombro, para cantar en los satsangs que se hacían en su casa. Ese era el único encuentro semanal para hacer el kriya largo en todo el país, y, en toda la furia, no llegábamos a ser más de 80 respiradores desparramados por cuanto recoveco hubiese entre aquellas paredes precursoras, decoradas con la austeridad del buen gusto. La noche se cerraba con comidas preparadas por Bea entre teléfonos que sonaban (la mayoría preguntando acerca de los cursos de respiración), charlas con gente de todas las edades y los dos gatos siameses que deambulaban entre la mesada de madera, el lavarropas y las frutas. Como olvidarme también, bajos esos mismos techos generosos, de los almuerzos casi cotidianos con ella y Ludovico, su querido marido italiano, de estampa gallarda, ánimo generoso y una sonrisa inmensamente blanca a flor de piel. Cómo olvidarme de aquel caballero aceituno que parecía como recién salido del Renacimiento, si, junto con Bea, fue uno de mis primeros y más grandes amigos en El Arte de Vivir, y junto a quienes compartí cuentos, chistes, charlas, y más aún, silencios, memoriosos. Como fuera, semejante crecimiento no podría haber sido posible sin una personalidad arrolladora, enfocada e inquebrantable como la de Beatriz.
Personalmente, no tengo palabras de agradecimiento hacia ella, por todo lo que consciente e inconscientemente significó en mi crecimiento y en el de tantas otras almas. Me honra poder prologar su primer libro y siento que estas breves líneas no son más que un vano intento por devolverle aunque sea un pedacito del infinito el amor y comprensión que me brindó a lo largo de estos años. Hacia fines de 2002 yo tuve que dejar la casa que alquilaba en Palermo Viejo. Me había ganado un beca para estudiar en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y no tenía dónde ir a vivir los últimos quince días antes de partir a Europa. Bea me recibió con los brazos abiertos. Aquella noche, en lo de Bea, me largué a llorar desconsoladamente. Ella me escuchó y me contuvo como pudo, a su manera. Cuando mis lágrimas cesaron, recuerdo que comenzó a decirme que todo cambia, que nada es para siempre… Sentía que sus palabras salían más de la cabeza que del corazón. De pronto, con los ojos todavía húmedos la miré fijo y le dije: “Todo lo que necesito ahora es que me abraces”. En la escena podría resumirse lo que acaso sería uno de los grandes desafíos para Bea en estos largos años de camino y crecimiento espiritual.
¿Qué hay debajo de esa personalidad arrolladora, de mundo, de descomunal inteligencia, gracia, erudición y una energía que todo lo puede y es literalmente inagotable? ¿Pueden ciertas virtudes o talentos que nos regala la vida ser utilizadas, en ocasiones, para protegernos o alejarnos? ¿De qué tenemos miedo? ¿A qué nos estamos aferrando? ¿Qué pasa si uno se muestra como un ser delicado, frágil, vulnerable? ¿Y si el que tiene el poder es el otro? A fin de cuentas, ¿no es todo esto un sueño, un juego, una ilusión? Ningún alma que haya emprendido el fascinante pero laborioso camino de regreso a casa, de unión con la totalidad, está exenta de tener que enfrentarse con sus propias sombras, de dejar caer las armaduras y de abrir su corazón.
Beatriz Goyoaga es una incansable guerrera que con sus luces y sombras, con sus talentos y defectos, con todas las cartas que le tocaron en esta partida llamada vida, comprometió cada segundo y recurso de su vida a difundir el mensaje de su adorado maestro -de nuestro adorado maestro- Sri Sri Ravi Shankar.
Es mi deseo que el calor de la inmensa humanidad que sentí aquella noche en su casa de El Salvador, cuando le pedí que me abrace porque yo no podía con mi alma, también les llegue a quienes se sumergen en las páginas de este libro.